A dos peregrinos les tocaría dormir en el suelo, o compartir colchón si hay confianza. Porque al albergue de Lezama llegaron el martes pasado veintidós caminantes y solo hay veinte camas. «No dejamos a nadie en la calle. Y si esto se llena están los bajos del Ayuntamiento e incluso el polideportivo». Juanjo Mateu aprovecha la calma de las once de la mañana para disfrutar del sol esquivo que a esa hora da gusto pero achicharrará a mediodía al peregrino. Es el hospitalero del albergue de Lezama, de donde parte una de las etapas del Camino de Santiago del Norte que atraviesa Vizcaya. Allí llegan desde Guernica (25 kilómetros) para hacer noche y llegar a Bilbao (12) al día siguiente.
ElCorreo se calza las botas y recorre a pie la etapa más modesta del itinerario vizcaíno: Lezama-Bilbao, que se inicia con un muy poco prometedor trecho por la carretera general para aliviar luego la vista y los pies cansados por un bonito sendero de montaña suave (Monte Avril) que arranca en Zamudio y casi nos lleva hasta la basílica de Begoña. Allí esperan María y Antonio y Pedro, que son tío y sobrino. Son tres voluntarios y han llegado desde Santa Pola (Alicante) y Yecla (Murcia) para atender el albergue de Bilbao que se encuentra a dos minutos a pie de la basílica. Ellos y los numerosos peregrinos que van dejando su huella en el camino intercambian impresiones y anhelos.
Tiene que ser grande el que ha llevado a Mehdi (francés, 26 años) desde Lyon hasta Lezama… Porque ha llegado caminando y piensa seguir hasta Finisterre. «Para mí es más importante incluso que Santiago. Es un lugar simbólico porque ya no hay más camino». Lleva más de un mes de ruta: «No sé cuándo llegaré. Esto es una gran aventura, apasionante, mística…». Más para él que viaja prácticamente «sin dinero», aunque no desvela cómo se las apaña porque aunque poco, se hace gasto.
Albert Díaz (Barcelona, 26 años) tiene un presupuesto de entre 700 y 800 euros, «unos díez euros por día». Es protésico dental y se quedó hace dos meses en el paro. Preparó un petate con 13 kilos (lleva tienda de campaña) y se echó a andar desde Montserrat. «Llevo un mes haciendo treinta kilómetros diarios, pero en Formigal paré tres días a visitar a un amigo. El camino es un ejercicio de cabeza».
Y tiene razón porque el tramo entre Lezama y Zamudio son solo tres kilómetros pero se hacen larguísimos. No se ven más que coches y fábricas y algún anuncio de nuevas promociones de viviendas desde 114.300 euros. El asfalto hace que los pies «se resientan» y Albert colecciona nuevas ampollas sobre las marcas de las anteriores. Él, por ejemplo, no ha salido esa mañana desde Guernica o Lezama, lo ha hecho desde Morga, de manera que las etapas del Camino se van configurando de manera casi personal al margen de las oficialmente establecidas. Lleva casi cinco horas caminando y junto a la estación del tren de Zamudio hace un alto para echarse crema de sol y apear la mochila. Por cierto que tiene mejor color que los que están en la playa.
A Anne Terp (Dinamarca, 26 años) le cuesta más que le pille (el moreno) y está rojita y sofocada. La encontramos sentada en el suelo, a la sombra, que cotiza alto. Antes de empezar a subir Monte Avril, almuerza («ya he tomado un cafecito hace un rato»). Pan integral con queso, chorizo y pimiento rojo crudo. «Es lo más sano que existe en el mundo», asegura esta joven estudiante de Ciencias Políticas que está haciendo prácticas en la embajada de Dinamarca en Madrid.
«Vuelvo a casa en unos días, pero antes quería hacer un tramo del Camino de Santiago. Llegaré hasta Comillas, no tengo tiempo para más». Ese día se anima con la etapa Guernica-Bilbao (35 kilómetros) y pasadas las dos y media de la tarde se suma al grupo de peregrinos que hacen cola a las puertas del albergue de Begoña, que abre a las tres.
Los que lleguen más tarde de esa hora probablemente tengan que continuar hasta el albergue de Kobetas o alojarse en alguno privado. En los dos albergues que visitamos esta mañana solo piden «la voluntad», aunque de eso no andan todos igual. «Ayer vino una cuadrilla de jóvenes y no dejaron nada, decían que no tenían dinero, pero a la tarde les vi tomando cervezas en el bar», se queja Juanjo, presidente de la Agrupación Hospitaleros Voluntarios para Bizkaia, que aglutina a los albergues de Músquiz, Pobeña, Marquina…
«Pueden dormir, usar la lavadora… no se les pide dinero, la aportación es voluntaria. El año pasado recogimos 28.500 euros y todo el dinero se entrega a obra social de los ayuntamientos donde hay albergues. Se dieron 3.000 a euros al Consistorio de Lezama, 6.000 al de Músquiz, 4.000 al que tenemos en Bilbao…». Juanjo, además de un hombre amabilísimo, es hospitalero voluntario, como todos. «Vienen hospitaleros de todo el mundo, como Vladimir, que es de Bielorrusia y ahora mismo está en el albergue de Nájera. Se pagan el viaje, la comida… y hacen turnos de quince días en los albergues para atender a los peregrinos», cuenta.
Sorprende encontrar en el albergue de Bilbao a Pedro, que es casi un chaval (o lo parece al menos). «Mi tío Antonio me contagió la pasión por el Camino. He hecho ya alguna etapa y estos días aprovecharé para hacer cuatro o cinco, a ver cómo responden los pies». Son más de las tres y media de la tarde y Pedro no se ha podido sentar ni a comer porque primero hay que atender a los caminantes.
«Me encanta este trabajo, y así aprendo inglés», porque la proporción de extranjeros es alta, si no un cincuenta cincuenta, casi. «Es importante transmitir hospitalidad para que los peregrinos se impregnen de ella. Esta vida es demasiado agresiva y competitiva. Se están olvidando los valores», lamenta Antonio, su tío, y reparte a los inquilinos unas figuritas de plástico con el símbolo del Camino que ha hecho un amigo.
Hablando de valores, está en alza el de la amistad entre los que se encuentran en el camino. Como Hugo Mollano (Madrid, 25 años) y Rubén Gaztanbide (Puerto Rico, 30, aunque vive en Texas y tiene ascendencia vasca). «Dejé el trabajo en abril, estuve viajando por Montana, California, Nueva York… Siempre había tenido el Camino en mente, así que cogí un avión a Madrid y luego estuve dos días en Pamplona para acostumbrarme al cambio horario». Salió de Irún y a mitad de la primera etapa el camino le unió a Hugo, con el que sigue caminando desde entonces. «Yo empecé solo, como la mayoría, pero conocí a Rubén y seguiremos juntos hasta que yo me canse de él o él de mí», bromea. Seguro que no, que llegarán juntos a Santiago o Finisterre. Quizá en unos años repitan, como han hecho Carol Cabrera (Reus, 38 años) y Carmen Corral (Córdoba, 42). Hace tres años se conocieron y desde entonces son «como hermanas».
Ese día se les ha unido un tercero, Francisco Ruiz (Navarra, 37) y han compartido un calórico desayuno (palmera de chocolate, a mediodía siguen bromeando con ello) en un bar, que austeridad sí, pero el cuerpo necesita gasolina. Cualquiera que les viera diría que son viejos amigos de la Universidad o de lo que sea. Pero no, él las acaba de conocer y si no se emocionan al despedirse es porque han pasado por muchas despedidas similares. «Hace años acompañé a mi tío a hacer el Camino de Santiago y dije: ‘Que no me esperen otra vez’. El año pasado lo hice entero y ahora estoy aquí otra vez, aunque esta vez solo he caminado cinco días y lo dejo en Bilbao».
Dice que el camino «engancha» y la prueba son Carol y Carmen. «Es un vicio, segregas mucha serotonina», asegura Carol, que tiene un problema de espalda que le impide cargar mucho peso. Secunda Carmen: «Es una meditación en movimiento, no vuelves igual que te fuiste». «Te simplifica la vida. Porque la mente se ocupa en comer, dormir, ducharte y tomar alguna cerveza», se apunta a la conversación Francisco, que esa mañana ha salido a las siete desde Guernica (ellas han partido de un albergue cercano a Morga y han hecho 23 kilómetros).
Todos los caminantes coinciden en que precisamente no es la etapa más bonita. «El asfalto es muy pesado y las entradas a las ciudades siempre son un poco deslucidas. Es aburrido y te cansa mucho los pies». Pero a las chicas les queda aguante para apuntarse a una tarde de poteo por el Casco Viejo, donde comerán un menú que les saque del bocadillo, la comida principal del peregrino, con sabrosas excepciones como la que hizo Rubén a su paso por San Sebastián: «solomillo con foie». «Yo no hago más que comer pan», confiesa Carmen, pero Carol tiene intolerancia al gluten y recarga fuerzas «con la fruta». Ese día toca homenaje y una escapada «al Museo de Bellas Artes». Y luego a seguir. Buen Camino.
Leído en El Correo