Hace casi nueve años, en alguna de sus visitas a Ecuador, mi buen amigo Jorge Calderón me contó la maravillosa historia de espiritualidad que había vivido al hacer el Camino de Santiago, y a partir de entonces se convirtió para mí en un objetivo soñado el hacer la peregrinación. Hijo de padre agnóstico y de madre católica de misa diaria con velo, no me siento particularmente religioso, aunque me confieso un seguidor entusiasta de Jesús, quien creo que aportó el capital, más que de los que hoy cobran los dividendos. Sé que escribir lo anterior me significará un par de fuetazos de mi madre, en ausencia de la defensa de mi padre.
Matizada por el misticismo de Paulo Coelho en su novela El peregrino, pero con una historia centenaria, la ruta supuestamente original que se inicia en Francia, ha sido transitada por muchísima gente de todo el mundo desde el Medioevo, proponiéndose en sus caminatas llegar a la tumba donde se cree que descansan los restos del apóstol Santiago, en Santiago de Compostela.
Hoy, junto a las de Jerusalén y Roma, la de Santiago es una de las tres mayores peregrinaciones de la cristiandad, obligándose a hacerlo a través de caminos agrestes y parajes rurales, experimentando el recogimiento y la reflexión que ofrecen la soledad y la distancia de lo cotidiano.
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Estos tiempos convulsionados llevan cada año a miles de viandantes a internarse a través de diversas rutas: desde el tradicional Camino Francés, hasta la renovada ruta portuguesa, en busca de la Compostela, de llegar a la catedral y ver danzar al botafumeiro, o simplemente a meditar si conocieron a alguien diferente dentro de los propios huesos.
Yo no sé qué voy a encontrar; si después de llegar trate de regresar a devolver a quien no quiero de nueva compañía, o si por el contrario, el conocerme mejor me permita caminar más cómodo por las rutas que aún me faltan por transitar. Les contaré en qué recodo se me tronchó el corazón o se me ablandó el tobillo. Hoy, sin embargo, cuando lean estas letras, habré terminado junto a otros siete amigos de siempre mi peregrinación por el Camino de Santiago.
Ya de regreso, he vuelto a creer en la magia. La verdad es que no quiero buscar explicaciones a las luces mágicas de la madrugada a la salida de Amenal, o al silencio casi absoluto de subir cansadamente las colinas, alejándome de Portomarín. El Camino te conduce a un encierro donde no puedes evitar enfrentarte con tu realidad, con tus temores, con tus alegrías y con tus dolores. Muy pronto descubres que el transitar es contigo mismo, y que no hay competencia. A nadie le interesa hacer el tramo más rápido o la caminata más lejana en un día; todos van al ritmo que les permita disfrutar la experiencia. Cuando crees que tu condición física se va devorando la montaña, te pasa por un costado una mujer de 70 años saludándote con un “Buen Camino”, y recordándote que siempre hay gente más grande y más pequeña que tú, como reza Desiderata.
Cuando crees que debes abrir bien los ojos para no pisar mal una piedra y arruinarte un tobillo, te encuentras a un ciego con su mochila a cuestas y aferrado a su perro lazarillo; ambos recordándote que lo esencial para alcanzar una meta es la voluntad, y que lo esencial es invisible a los ojos, como decía El Principito.
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El Camino te prueba, te da lecciones; te insinúa que es más fácil cuando tienes menos peso en la mochila, y sugiere irte desprendiendo de aquellas cosas que no son indispensables. Qué pesada es la vida cuando llevas la mochila llena de cosas innecesarias, atribuyéndole al precio material de las cosas su valor, y olvidándote de poner lo valioso, lo que no se compra con dinero.
El Camino no es por sí mismo un desafío físico; que nadie vaya pensando que lo espera una medalla como al fin de una maratón, pero sin duda que nadie lo emprenda sin alguna preparación. El Camino te recuerda que vas a sentir muchas veces la tentación de abandonar un sueño, pero que siempre hay una voz interna que clama: ¡persistid es la orden!, como en el poema Si, de Rudyard Kipling.
Al Camino no recomiendo que lleguen aquellos que creen saberlo todo, porque no van a entender las explicaciones que este les dé. Para todos los demás: ¡Buen Camino!
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