El peregrino está sentado en el colchón de la primera litera de la izquierda del albergue de Redecilla del Camino. Son las nueve de la noche del primer día de junio y todavía es de día. Las respuestas a sus dudas se pierden en el silencio de una habitación en la que también descansa un barcelonés de mediana edad que se llama Jesús y que hurga sin escrúpulos en las ampollas de sus pies.
– El calzado es fundamental – dice negando suavemente con la cabeza sin dejar de manosear sus dedos y talones.
– Tengo compeed, ¿quieres? – se ofrece el peregrino con la inseguridad propia del novato.
Jesús lo agradece y se coloca con parsimonia pasmosa la tirita en la parte trasera del talón. El peregrino estudia los movimientos expertos de su compañero porque intuye que algún día tendrá que imitarlos. De pronto, sin levantar la vista de sus maltrechos pies, el barcelonés anuncia su intención de levantarse a las cinco de la mañana para llegar pronto a Villafranca Montes de Oca.
– A mediodía lloverá – pronostica – ¿quieres que te despierte?
– Vale…
El peregrino levanta las piernas, gira, se hace un ovillo y se mete en el saco, del que solo asoma la cabeza. A su lado, apoyados en la pared, hay dos bastones plegados, unas zapatillas y una mochila de montaña con el equipaje imprescindible que tardó en preparar una semana y con el que se valdrá para vivir durante los dieciséis días que tardará en recorrer los cerca de 400 kilómetros que separan Redecilla del Camino de Laguna de Castilla.
Jesús coloca las chancletas en paralelo a los pies del colchón y se tumba sobre el saco. Por las dos ventanas de la habitación entra una luz suave que agoniza. El peregrino permanece inmóvil con la mirada perdida, como esperando acontecimientos que solo llegan en forma de “buenas noches”. «Buenas noches, Jesús». Después, silencio.
La algarabía matinal de los aviones comunes despierta al peregrino. Son las cinco y media, es de noche y en la cama del otro extremo de la habitación no queda rastro de su compañero. Se levanta, se viste, estira los bastones y baja las escaleras con la mochila ya sobre los hombros. Pasa de largo la cocina, sale del albergue y comienza el Camino.
Deja tras sus pasos los blasones de la casa palacio y la iglesia románica de la Virgen de la Calle con su pila bautismal de ocho columnas. Camina con paso firme hasta Castildelgado, pero su cabeza aún arrastra la rémora de las prisas, el ruido y la soledad de las grandes urbes. Cuesta entablar relación de amistad con el silencio cuando se le ha silenciado hace tanto tiempo.
El peregrino continúa hasta Viloria y pasa por su cementerio de tumbas y nichos, algunos tapiados; otros a la espera. Asoma la cabeza por la puerta enrejada y lee los nombres grabados en las lápidas para intentar ponerles cara. Sigue el sentido de la flecha amarilla y se le escapa un «cerraron sus ojos que aún tenía abiertos» que le paraliza. Echa un vistazo atrás y se detiene, reanuda el camino, para y se gira y pregunta al aire… «¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuelve al alma al cielo?», y sigue hacia Villamayor sin esperar respuesta.
El sol amarillea los trigales y no hay noticias de la lluvia que anunció Jesús la noche anterior. Las espigas apenas sucumben a las rachas de viento y solo se escucha el canto de los pájaros solitarios en las ramas… y de vez en cuando el silbido de los camiones a su paso por la Nacional 120, por donde la ruta discurre paralela hasta llegar a Espinosa del Camino. De allí a Villafranca apenas le separan cuatro kilómetros que el peregrino recorre sin esfuerzo mientras tararea machaconamente la misma canción y se despoja poco a poco del peso de la vida cotidiana.
Hipólito, un señor con pantalón marrón y camisa azul a cuadros que roza los ochenta, interrumpe el ensimismamiento del peregrino con un «calor, ¿eh?»
– Tremendo, no se puede…
– Dicen que luego hay tormenta.
– Ojalá…
– ¿Se queda aquí a dormir?
– Así es, llevo 25 kilometros y a San Juan de Ortega ya no llego – justifica el peregrino.
– El albergue está arriba, en la colina – dice señalando con la cachaba -. En la posada se come bien… Antes de salir del pueblo a la derecha.
En la posada hay varios hombres acodados a la barra de la izquierda. Beben y hablan de la partida de después, del tiempo, de la vereda del río que ya no se hace, de faldas, de pimientos y de un vecino allí presente, con gorra y cachaba, que tiene nueve gallinas y «antes con eso y un cerdo bastaba, pero ahora además hace falta dinero, y de eso no tengo», se lamenta antes de apurar un vino rosado rebajado con agua.
– Está el día revuelto. Si llueve esta tarde ya está hecho – dice.
Y todos callan. Y el silencio se queda porque no molesta. Y de pronto el cielo se oscurece y unas gotas enormes comienzan a golpear con furia el suelo y un olor a tierra mojada y a verano inunda Villafranca Montes de Oca. Son las doce del mediodía.
¬- Ya está – sentencia el de la cachaba.
Y todos asienten.
– El tiempo está loco – sostiene alguien.
El día transcurre entre paseos y disputas interiores, y antes de las nueve el silencio ya es casi absoluto en la habitación del albergue que preside el pueblo. El agua golpea en los cristales y el viento azota las copas de los árboles, que se tambalean de un lado a otro en un baile misterioso. El peregrino cierra el libro y lo deja a un lado del colchón. Se pone boca arriba, estira los brazos y mira al techo sin fijarse en nada. Se siente solo.
De vez en cuando, una racha de aire se cuela por las ventanas batientes de apertura interior. El chirriar de las hojas de las ventanas se intensifica y el peregrino se acuerda de Viloria y su cementerio, de sus nichos tapiados y de sus nichos a la espera. «No se; pero hay algo que explicar no puedo, algo que repugna aunque es fuerza hecerlo, el dejar tan tristes, tan solos los muertos». Y en un cerrar y abrir de ojos ya es mañana.
Íñigo Salinas / El Norte de Castilla