El Monte Irago está coronado por un poste de cinco metros de altura sobre un montículo de piedras, cada una de ellas con su significado
El Monte Irago es una loma redondeada. Sin embargo, se alza a 1.500 metros sobre el nivel del mar, y es un hito geográfico importante, pues en ese punto se separan las comarcas leonesas de la Maragatería y el Bierzo. Se puede llegar hasta el puerto por una estrecha carretera que se retuerce como una serpiente y que en invierno puede convertirse en una trampa de hielo. Pero son muchos los que lo vencen caminando, arrastrando los pies por la dura cuesta que han debido salvar desde Astorga, 25 kilómetros al este.
Un poste de madera de cinco metros de alto se clava sobre un montículo de pedruscos. Y está coronado por una discreta cruz de hierro negro. La multitud de exvotos, mensajes y objetos nimios dejados por los caminantes indican que el lugar tiene una significación mística y religiosa. No es raro encontrar a alguna persona clavada de hinojos y orando a sus pies.
Dice la tradición que, camino hacia Santiago de Compostela, los peregrinos han debido cargar una china desde su hogar y que, si la descargan al pie del poste, eliminan sus pecados. De ahí que el montículo que sostiene a la llamada popularmente Cruz de Ferro tenga ya una altitud y una anchura considerables. Siendo indiscreto y leyendo algunos mensajes, se ven sentidos rezos, recuerdos para personas desaparecidas o distantes en el espacio, deseos fervorosos…
La presencia de la marca se remonta al periodo de los romanos e incluso más atrás, cuando era costumbre clavar postes altos en los pasos de montaña donde el grueso de la nieve era importante, para que los viajeros no perdieran la senda, sepultada por la precipitación. Hay quien reivindica que ya los celtas marcaban el camino.
Históricamente, parece certificado que los Reyes Católicos, en su peregrinación compostelana, mandaron que el lugar se señalizara convenientemente como importantísimo hito en el que se dejan atrás las más altas montañas leonesas antes de adentrarse, al cabo de dos jornadas, en los Ancares gallegos.
Los modernos peregrinos que están dejando notas, chupetes, broches, fotografías, estampas, lazos… pocas veces recuerdan que, siendo fieles a la tradición, deberían haber dejado una piedra de un tamaño que estuviera acorde con sus pecados. En general, se deposita una roquita que, además, se ha portado desde las cercanías. Una trampa moderna, parece que todo el mundo ha pecado moderadamente.
El magnetismo moderno de la Cruz de Ferro (que es una réplica, pues el original se encuentra en el Museo de los Caminos de Astorga, para salvaguardarla de algunos actos vandálicos que ya se produjeron antaño) ha obrado un pequeño milagro en la cercana localidad de Foncebadón. Llegó a quedar despoblada, pero el paso de los peregrinos compostelanos la ha revitalizado, y ahora hay media docena de negocios que funcionan todo el año: tienda de comestibles, turismo rural, albergues, restaurante…
Al descender por la loma, Manjarín también resucita, pero de una forma más modesta. El lugar es más ventoso y solo hay un frugal albergue y algunas casas que vuelven a la vida gracias a la tenacidad de sus nuevos habitantes. Por cierto, que tanto los habitantes de Foncebadón como los de Manjarín estaban exentos, en la edad media, del pago de sus impuestos si mantenían la senda limpia de nieve en invierno.
Desde 1982, junto a la cruz de hierro hay una ermita dedicada al apóstol Santiago. Y también hay que estar pendiente del enorme reloj de sol dibujado en el suelo, donde son las personas que lo visitan quienes ejercen de gnomon para señalar la hora. Hay que colocarse en los puntos marcados de la esfera y la sombra dirá qué hora es. También se ha habilitado una zona de pícnic en la que los viajeros suelen descansar antes de afrontar la dura bajada que conduce a Ponferrada, hasta donde todavía quedan 25 km a pie y algunos más en coche, pues la carretera vuelve a retorcerse para salvar el desnivel con cierta seguridad.
El lugar tiene tanta significación que incluso se ha habilitado un kilómetro de sendero con una pequeña guía de madera para que personas con movilidad reducia puedan recorrer ese tramo boscoso de pino silvestre para sentir que se sienten partícipes de esta pequeña historia de los montes leoneses.
Quien no esté convencido de que el simple gesto de lanzar una piedra al montículo lave los pecados se verá obligado a avanzar una semana más hasta llegar a Compostela y allí renovar su cuenta de faltas.
Leído en La Vanguardia